Título original: The Cardinal
Año: 1963 Duración: 175 min
País: Estados Unidos
Director:Otto Preminger
Guión: Robert Dozier (Novela: Henry Morton Robinson)
Música: Jerome Moross
Fotografía: Leon Shamroy
Reparto:Tom Tryon, John Huston, Romy Schneider, Patrick O’Neal, Carol Lynley,Dorothy Gish, Raf Vallone, Ossie Davis, Pat Henning, Burgess Meredith,Maggie McNamara, Bill Hayes, Cecil Kellaway, Loring Smith, John Saxon,James Hickman, Robert Morse
Sinopsis
Un sacerdote de Boston comienza a ascender en la jerarquía eclesiástica gracias a sus grandes cualidades. Sin embargo, tendrá que afrontar delicados problemas personales y situaciones políticas muy peligrosas, como la invasión de Austria por los nazis (1938). (FILMAFFINITY)
Comentario
Mi agnosticismo, ni radical ni excesivo, por eso me posiciono en el mismo, nunca, o al menos desde que lo llevo ejerciendo, me ha impedido disfrutar con las grandes superproducciones estadounidenses en torno a los ceremoniales, fastos, rituales y tradiciones de la liturgia católica, algo que siempre me ha parecido de lo más cinematográfico (de hecho, tampoco he renegado jamás de mis orígenes). Cito unos cuantos ejemplos, desde HISTORIA DE UNA MONJA a LAS SANDALIAS DEL PESCADOR, pero en esta ocasión me toca hablar del más ilustre de todos, EL CARDENAL. Podría también incluir determinadas secuencias de innumerables títulos que van desde JENNIE hasta SONRISAS Y LÁGRIMAS, pasando por YO CONFIESO.
Aparte de hoy en día desconocida y pese a que no gozó de excesivo éxito comercial ni crítico en su país de origen, tengo la sensación de que ha caído injustamente en el olvido y, lo que es más importante, aparte de haberme parecido siempre –las cuatro veces que la he visto- grandiosa es de una rabiosa actualidad, más en estos tiempos en los que vuelven a asomar totalitarismos múltiples por buena parte del mundo.
Concebida como película-río repasa una buena y fundamental parte de la primera mitad del siglo XX. Me refiero al telón de fondo de las andanzas de un joven y humilde sacerdote bostoniano que acaba accediendo a las más altas cunas de la jerarquía eclesiástica. Así, aborda los derechos civiles en la América de la década de los 30, el auge del nazismo y la posición neutral que la Iglesia mantuvo con el mismo o las luchas de poder vaticanas.
No se olvide además que fue concebida en 1962/3, en pleno Concilio Vaticano II, todo un pequeño o no tanto, maremoto dentro del seno de la Iglesia Católica, de la Curia. Igualmente, tampoco se olvide que el material literario en el que se basó fue un best seller del también bostoniano Henry Morton Robinson publicado en 1950, que recogía la vida de Francis Spellman, arzobispo de Nueva York y finalmente el cardenal que indica el título.
Otro dato curioso y muy a tener en cuenta es que en su confección final tuvo bastante que ver el asesoramiento del teólogo y futuro papa Joseph Ratzinger, conocido para la historia como Benedicto XVI. Coincidió con una época en la que se encontraba menos escorado a un conservadurismo más militante, cuando era y creo que nunca dejó de serlo una de las cabezas más preclaras e intelectuales del lugar.
Pero sobre todo hay un gestor determinante en esta obra magna, extraordinaria, adictiva, fascinante, es el genial cineasta Otto Preminger, conocido también como Otto el Ogro o el Terrible, apodos sobrevenidos por su carácter de mil demonios al menos en el set de rodaje, por su trato tantas veces humillante, despótico, tirano con los actores.
Ello no puede anular jamás el enorme talento que atesoraba, demostrado en géneros y registros diversos, desde el negro al bélico, desde el intimismo a la grandilocuente o felizmente ampuloso. No se olvide que prácticamente toda su vida se enfrentaría al férreo código Hays, a censores de todo tipo y que fue uno de los que más apoyó, junto con Kirk Douglas, al “condenado” y apestado guionista Dalton Trumbo.
Este constituyó su tercer trabajo de la década de los 60, tras otros dos de corte también más o menos colosal o ambicioso. Hablo de ÉXODO y de TEMPESTAD SOBRE WASHINGTON, otros dos hitos ciertamente imprescindibles. Volvió a desplegar unas dotes narrativas como solo los mismísimos ángeles podrían hacerlo, pero además con el mérito añadido de tratar con respeto una religión, una confesión que le era ajena, pues él era judío (parece ser que algunos le achacarían incluso el haberse manifestado complaciente, algo que francamente me parece absurdo). Aparte de ese respeto mostrado, e inteligencia también, llevó a cabo un distanciamiento en ningún momento exento del factor emotivo o emocional (quiero decir, no me parece fría ni un solo segundo). Queda constatado en secuencias como la del aborto, la relación con ese entrañable cura de aldea o esa otra verdaderamente sensacional sin diálogo que transcurre en una cafetería de Viena con Anne-Marie, la mujer que suponía una posibilidad de un amor profundo encarnado primorosamente por una bellísima y centelleante Romy Schneider. Las dos mujeres con relevancia en la trama acaban actuando o erigiéndose como desencadenante de las mayores vacilaciones éticas y morales del protagonista.
Una vez más, volvería a alternar esos momentos intimistas con otros de corte más épico o “rimbombante”. Esa puesta en escena solemne por momentos, majestuosa, me parece todo un acierto. No descuida ningún detalle. Y se empeñó en producirla personalmente, lo que se acabaría revelando como otro acierto, sobre todo por ejercer el control férreo de su proyecto.
Y demostró saber desenvolverse con pasmosa sencillez entre casullas, mitras, sotanas, obispos y toda –dicho desde el mayor de los respetos- la parafernalia propia de estos asuntos. Volviendo a hacer gala, uno de los distintivos mayores de su filmografía, de un punto de vista atinada y embriagadoramente ambiguo (y admirablemente complejo). Precisamente una de las gracias de ese Stephen Fermoyle son sus dudas, sus incertidumbres, sus vacilaciones, sus vulnerabilidades.
La rodó en numerosas localizaciones, entre ellas Viena y Boston. De nuevo volvería a tenérselas con los actores bajo su mando, en este caso el principal, un estoico y felizmente inexpresivo, rígido, Tom Tryon, el cual llegó a una relación tan tensa que acabaría siendo despedido y vuelto a contratar. Ambos repetirían un par de años después en el poderoso y excelente drama bélico PRIMERA VICTORIA. Al poco tiempo, abandonaría la actuación, siendo éste el papel probablemente más relevante de toda su carrera. Emprendería otra como escritor, de la que cabe destacar su novela EL OTRO, magníficamente adaptada a la gran pantalla por Robert Mulligan, o el relato FEDORA que lo trasladaría magistralmente un Billy Wilder ya en retirada (o más bien obligado a retirarse).
Aprovecho que continúo en terrenos actorales para mencionar la aparición, la primera verdaderamente de fuste en su carrera, del mítico John Huston como actor. Hasta tal punto borda su obispo Glennon que acabaría cosechando un Globo de Oro.
Volviendo de nuevo a la película, ya la presentación de su personaje en los créditos iniciales me impone un inevitable enganchón. Potenciado todo ello por otra de esas magníficas, y casi dosificadas, bandas sonoras de Jerome Moross, el mismo que había ya puesto los acordes a otra joya, esta vez del western, titulada HORIZONTES DE GRANDEZA (THE BIG COUNTRY).
Y pese a que nunca me hacen falta estos avales para valorar una propuesta, resulta oportuno destacar que fue nominada en seis apartados a los Oscar, entre ellos el de mejor director. También obtuvo el Globo de Oro como mejor película dramática, el ya mencionado a Huston y fue considerada por el National Board of Review como uno de los diez mejores filmes de aquél año.
Simplemente –o no tanto- grandiosa, excepcional.
José Luis Vázquez